Este semestre decidí dejar de imitar oralidades, dejar de auspiciar la apatía, dejar de ser inercia en la inercia hablando mal, apropiándome de conceptos que consideraba ya comprendidos, y casi que obligatorios para mí, treintañero en condición de docente. De hecho, lo primero fue dejarme de considerar docente; opté por reconocerme como profe. Luego, caí en cuenta de que tal vez debía hablar únicamente mediante términos que sepa explicar con otras palabras, con "mis" palabras. Claro, el trabajo fue una emboscada: de solo impartir cursos de música, pasé a dictar temas relacionados con política, participación, ética, y ciudadanía, cada uno enunciado desde el arte. Este tono, esta forma de hablar tan confusa y críptica, o digamos "académica", fue una especie de atuendo.
Actualmente, en mi casa sigo dictando clases particulares de guitarra, ukelele, bajo y canto. En este espacio, durante los meses recientes insistí bastante en la voz. Esta dimensión me hizo comprender la extensión de mi experiencia, y en contraste, también, la medida de mi inexperiencia. Para explicar algo de la voz o la guitarra, voy al cuerpo, soy conciso; en resumen: sé explicar. Para hablar de la historia de las ciudades y de cómo estas se vinculan a la concepción de nuestra fisionomía humana, me enredo, parafraseo a Sennett, me paro en el balón, saco alguna palabra mágica que nadie - ni siquiera yo, emisor - la entiende.
Mediante estos triunfos y fracasos como profe comprendí algo: lo importante es que el otro aprenda, no demostrar que yo sí sé.
Y ese es tal vez el epicentro de mi angustia: sentirme impostor. Oh, sí: impostor, el traje de moda.
Para hablar en las Universidades acerca de Arte debo performar. Yo no me formé en esto; conseguí este empleo leyendo y memorizando mucho. De Gombrich a Rosalind Krauss, el tentempié del nerviosismo me fue servido y yo tragué sin masticar: el infierno no son los otros, sino lo que los otros hablan de tu experiencia.
Entre más te mueves queriendo salir, más te hundes en la arena movediza de la teoría crítica sobre la estética, y el rostro de Benedetto Croce surge como un fantasma vaporoso en el espejo que refleja tu último vaho antes de darle las buenas noches a tu pareja. Son las 11:34 p.m. y llevas desde las cuatro de la tarde intentando comprender a Bourriaud, con el objetivo de consolidar una clase que sea estimulante, resonante. No quieres aburrir a estas personas nacidas en los tiempos de tus primeras borracheras (2005, 2006...)
Igual, solo asisten 3 o 4, pero esto lo haces también por ti.
De ahí, lo que implica desmontar este parloteo construido de -aceptémoslo- robos. Hablar así es vivir a crédito. Lo primero, lo Primigenio, reside en ti mismo: destruye todo lo que creaste y replantea el curso - sigo diciéndome. Hablarás desde lo que entiendo, expondrás tus delirios ante los somnolientos seres que tomaron esta materia por una chispita, por un llamado íntimo, por curiosidad.
Y sí, en definitiva, esa es tu gran labor: cultivar y alimentar esa curiosidad. Que sepan que en el Arte se puede vivir.
Bueno... en la próxima clase hablaremos de cómo desmontar el ánimo argumentativo impulsó mi vida desde cierta latencia poética.
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