Lo que no acepto del otro, indica mis propias limitaciones. Refleja además los ideales que pretendo imponer. Saberlo, considerarlo al menos, me anima a volver a intentar conducir un vehículo. El carro es un símbolo en mi vida. Es lujo y significado: ya soy grande, soy un hombre. No conducir me ancla a situaciones; me niego y me resisto: en el fondo del no hacerlo, saluda la fobia social. Aborrezco los estados psicológicos a los que uno se somete y con los que uno debe lidiar, propios y ajenos, cuando se maneja un vehículo. Las agresiones, las impaciencias, los afanes ajenos. Los miedos y las torpezas propias. Salir a la calle como transeúnte también considera diversidad de formas de interacción social, pero pasa que esto no se relaciona tanto con el factor dinero. Aprendí a caminar cayendo, pero aprender a conducir chocándome me implicaría gastos que no quiero asumir -en el mejor de los casos-, o que no puedo cubrir -veo brillar la cifra de mi contrato de cátedra. Además, el carro es una declaración: es el bien privado más público, nuestro indicador de clase, la pluma más visible de la danza de apareamiento. No es cuestión sencilla, así debiera serlo, pero eso es hablar ya de socialismo y utopías. Recordemos: el capitalismo se sustenta en el comercio de la personalidad. Sin embargo, sin embargo. Hay escenarios, hay escenarios. La noche, la soledad en movimiento: el reflejo de las luces deslizándose en el parabrisas. Este jazz, la lluvia en la ventana. Compartir con mi pareja, ir a tomar café a un mirador, cálida, apacible, silenciosamente. Me imagino entonces como Luis Mi; el escenario es inviable sin el carro, sin su comodidad, se degenera lo galante. Se vuelve tosco el placer. Es otra textura, otro timbre en la composición del hecho vital. ¿Será este el corazón de las economías basadas en combustibles fósiles: atravesar el caos en una burbuja, siendo invisibles cuando más nos convenga?
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