La expresión es cada vez más común: "terminó siendo profe". Como si el oficio no fuese una elección. Como si fuera un escampadero, un envilecimiento del saber, una parodia, una pantomima, la última opción (o la penúltima, pues hay quienes siempre consideran como posibilidad el fatal y voluntario cese). Yo no: ser profe fue y ha sido la mejor manera de vivir de vagar en mi mundo interno. Cada clase, cada asesoría, es un viaje hacia mis obsesiones. Impulso de lectura, cada carta descriptiva indica una ruta de lectura estimulante. Desde muy joven lo supe: la mayor riqueza es poder ser dueño de cada segundo de mi día a día. Las concesiones traen el sonido de la alarma, del despertador. Dormir es LA moneda. Conocí a una luthier exitosa que me dijo que desde el año 2006 no usaba alarma alguna: trabajaba según quería, despertaba temprano si le daba la gana. Similar es el panorama actual soñado: quizá esté adelantado en el espectro autista, quizá sea intolerante, irritable hasta el capricho (y viceversa): todos los motivos parecen incapacitantes pero la verdad es que ser profe ha sido mi mejor trabajo hasta el momento. Los estudiantes me importan si les importa la materia. Cada sesión versa de mi mundo interior: música, semiología, narrativa, artes, historia. Mi rito de iniciación ha sido ser profe. Quizá en un futuro me convenga aprender a salir de mi mundo interno, pero sé (sí: lo sé, y Dios, el Cosmos, pueden atestiguar) que el dinero no es suficiente motivo para ceder y saltar la cerca. Necesito seducción, magia, fantasía, y un sentido profundo: algo que, estando afuera, funcione como un resorte hacia mi mundo interno... ¿o qué? ¿existen acaso las lejanías en lo trascendente?
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