jueves, 18 de febrero de 2021

Aplausos

 

Era 1999. Tenía 10 años y me encantaba dibujar: a los personajes que salieran en la tv, todo lo que considerara expresivo, lo que veía desde el balcón del apartamento de mi abuelita. Los domingos, disfrutaba de leer el suplemento cultural del diario El Espectador. En una ocasión, me encontré con un dibujo de Gokú, de todos los personajes de Dragon Ball, el cual me pareció superior a todos los que yo había hecho hasta entonces. Me paralicé. Quedé entristecido al evidenciar cómo un niño menor que yo había un enviado un dibujo mucho mejor que todos los míos. Esa tarde, me dediqué a intentar lograr algo similar, cercano en cuanto a calidad, pero fue en vano. Descubrí que yo no servía de dibujante, que era mejor que me dedicara a otras cosas: a las tareas del colegio, tal vez, o a ver televisión y no pretender dibujar bien; recuerdo que empecé a ver mis dibujos anteriores como manchas sobre una hoja de papel con rayas. Sentí vergüenza.

Al otro día, me encontré con mis compañeros en el colegio. Fui capaz de expresar mis sentimientos, diluyéndolos en un tono humorístico, disimulando con chistes, fingiendo como si mi vergüenza y mi tristeza fueran falsas. Uno de ellos dijo: “eso no es un dibujo. Obviamente, no es real. Es calcado”. Nunca se me hubiera pasado por la cabeza: yo juraba que el niño autor de esta obra que en aquel entonces percibí como hermosa y ejemplar, había representado, a partir de su memoria mnemotécnica, la forma, el gesto, los detalles de Gokú y de los demás personajes. Yo nunca pensé que fuera digno enviar un dibujo calcado. Eso era trampa. “Sí, además  - continuó mi compañero – mirá que el trazo se pierde; es un niño de seis años calcando una lámina del álbum”. Estos argumentos me reconfortaron, pero no lo suficiente como para volver a dibujar con tranquilidad, o al menos, sintiéndome el segundo mejor del mundo: claramente, el primero era mi hermano.

Hace días, mientras veía con gusto y detalle la cuenta de Instagram de un famoso, quedé impresionado con su belleza, con su cuerpo, con su gusto. Le mostré a mi hermano, con el agrado resignado con el cual se contempla lo imposible, el bello porte que dista de mis maneras, la hermosura y el estilo de este hombre. “Ah, pero eso está con más photoshop”, me respondió. “No, parce. Buscá las imágenes de google y véras”.

Distinto al orden en que narré, este segundo escenario me llevó al primero. Está presente en mí la tendencia a compararme, y a paralizarme al sentirme peor o menos bello que alguien lejano, traído a mí por un medio determinado. Tal vez vivamos en una sociedad de photoshop y papel calcante; quizá estas costumbres contengan en sí la falsificación, el engaño. Lo importante, independientemente de esto, es no dejar de dibujar. Concebir esas manchas en el papel rayado como valiosas expresiones de sí mismo. Son valiosas en cuanto registro humano. No hay que ser esclavo de la necesidad de ser tenido por artista o por hombre-hermoso. Quizá de hecho, ser incluido dentro de estas construcciones triunfantes de nuestra cultura, la del talentoso, la del genio, la del exitoso, resulte aún más paralizante… aunque… aquella tarde de 1999, cuando dejé de dibujar, empecé a escribir. A los meses, gané un concurso de cuento. Quizá el aplauso de los demás me hizo creer que soy escritor, que escribo bien.

Y quizá solo fueron aplausos.


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