Con el juicio en el lagrimal, nos miramos y nos señalamos: “Medellín es un pueblito”, y procedemos a juzgar los motivos, las causas. Hoy quiero pensar, de manera caprichosa, sin la razón del argumento, por intensidad de agobio, que la culpa -si es que ser un pueblito da para culpar- es de las élites. Por élite no me refiero a “gente de plata”; me refiero a quienes por convicción –incluyendo firmeza y cobardía- optan por aunar su proceder al discurso social de Medellín. Es decir, a quienes creen que hay prototipos como Bancolombios, Pascasios, Alpujarros, y que, creyéndolo, comprendiéndolo así, se admiten, se ubican, y se buscan el modo de pagarse a crédito un terrenito en esa vivaz fantasmagoría, en esa cotidiana y empobrecedora cosmogonía.
Hoy recuerdo a Giovanni Quiroz, el
actor que interpretó al Zarco, en la Vendedora de Rosas. Hoy me pregunto si
habrá quienes admitan que el uno no era el otro, y sean capaces de reconocer la
capacidad de interpretación, el talento, la desdicha de su pronta partida. Dirán,
quizá como parte del movimiento y la acción de mencionado discurso social: “Ah, es que las neas mueren así”. ¿Sí? ¿No será
que la envidia es general y que como buena muestra del síndrome de las amapolas
altas, el que intente buscar una nueva ruta al cielo, al mirador por encima de
las montañas de su ilusorio estrato, simplemente, lo matan, lo anulan, de una u
otra manera? ¿Serán la envidia y los héroes formas representativas de las polis?
Todo esto lo traigo, lo hago público, así sea para unos cuantos, porque hace días dije adiós, saqué de mi destino, a alguien a quien creía mi amigo y compañero de ruta. Lo hice porque me di cuenta que dignidad y respeto son lo mismo... tal vez, a veces debemos preguntarnos si quedándonos en un lugar, si sosteniendo el trato con ciertas personas, estamos actuando de un modo digno, respetuoso con uno mismo.
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