La frase final de la película es
ininteligible (pero de mejor gusto que la palabra “ininteligible”). Debía ser así porque es una frase pronunciada al
oído, durante un fuerte, cariñoso y urgido abrazo, y porque es una frase que sólo
merecía escuchar una sola persona. Es emoción. Humanidad. Es un gesto honesto, indómito, inasible; nacido de las impresiones propias de un instante y no de esa perversa y apasionante abstracción llamada guion. Tratándose
de cine, representa en sí una forma de truco mágico, paradójico y provocador: nos revela
a los espectadores que durante más de una hora y media hemos sido parte de ese
morbo incesante, de esa horda de acosadores ojos que no dejan en paz a los
protagonistas; de esa fastidiosa ansiedad, tal vez derivada de los otros films
románticos, que nos somete y nos hace desear desde el principio una consumación apasionada
entre ellos dos. El protagonista va por encima de ello, y logra vencernos,
conservando para su intimidad de pareja su futuro entero, sus roces, sus promesas. Podremos ser el público y creer que lo merecemos todo, pero Lost
in Translation prefiere a sus personajes y, haciendo uso del libre albedrío del que gozan, pasan por encima de nuestra voracidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario