El odio es una forma frecuente
del apego. Lo pienso luego de soñar con una escena: alguien, una persona
tristemente débil, sin capacidad de defensa, subordinada a mí, se encuentra en
mi cama. Simplemente está ahí, sentada o tal vez recostada, mirando la pantalla
de su computador. Yo advierto en este
gesto un abuso: “¿Por qué está ahí?”. Me ofende y accedo a golpear. Le rompo el
computador, le arranco parte de la ropa, la duermo a punta de puños. En un
momento, como indicándome, similar a cuando nos consienten rascándonos, me
dice: “ven, hazme por acá atrás, debajito de las paletas”. Entonces admito con horror su poder y salgo
corriendo a pedir ayuda. Me tiene capturado porque me ha hecho creer que yo soy
el que me manda, el poderoso, el que odia. Ser sumiso es una forma de atar, de
atraer, de convencer, de dominar. El que responde con odio o creyéndose más
fuerte, cae en una intrincada trama de apego: ya no es apego disfrazándose de
amor; algo peor: es apego disfrazándose de poder. Los tristemente débiles, los que
buscan arduamente por ser rechazados, se ahorran el esfuerzo de levantarse, y
desde su languidez dominan.
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