Nunca me había preguntado acerca del llamado “conflicto colombiano”, el cual más que un mero conflicto me parece una guerra tan viva como pasmosa. A mí parecer se equivocan quienes consideran que es este el único problema del “país”, dando por cierto que el cese al fuego nos representaría la solución a todos los problemas. Yo creo que no es así, que hay muchos otros problemas más peligrosos y silenciosos.
Sobre los supuestos diálogos, que preferiría llamar negociaciones, debo
decir que es evidente el afán del gobierno por hacer las cosas más que por hacerlas
bien. También es notorio que la
mayoría nos sentimos humillados por este proceso de “paz” que más pareciera ser
una imposición inentendible y arbitraria.
Dado este panorama de problemáticas abstractas, la impotencia nos
apabulla, o mejor, me apabulla. Pero perpetuarme en este sentir es una
decisión; no creo que estemos obligados o destinados a sentirnos de una misma
manera por toda la vida. Por eso he “reducido” esos grandes problemas a lo
personal, a lo cotidiano, y he sabido distinguir en mí ciertas actitudes que me
hacen tan culpable como los violentos implicados en la guerra. Lo primero, es
heredar odios. Lo segundo, creer que las cosas deben ser de cierta manera.
Tercero, creer que si estoy mal es por culpa de algún otro. Cuarto, asegurar que
la paz es un estado externo. Y en esto último, quiero profundizar para llegar a
algo que considero como aquello que me hace sentir culpable y que por tal,
procuro cambiar.
Para mí la paz es una condición íntima de armonía, claridad y equilibrio
y no quiero decir, con esto, que la paz pueda ser representada por un hombre
pasivo, impasible y flemático, que se atreve a conservarse así ante el caos que
pueda rodearlo. No: la paz no es indiferencia y egoísmo y heme acá ante la gran
característica que me hace sentir casi tan victimario como los políticos
corruptos, los médicos negligentes o los que disparan fusiles siguiendo órdenes
cuyo sentido no se esfuerzan ni se atreven a analizar.
Si todos los colombianos, o la mayoría, son como soy, está claro porque
Colombia no alcanza a ser un país sino un remedo de ello. La indiferencia con
la que creemos poder hacer frente al dolor (incluso en las relaciones
sentimentales) y el egoísmo con el que pretendemos habitar esta zona de guerra,
es el punto ciego al que no alcanzan a llegar los diez mandamientos, ni las
leyes del estado - y ni más faltaba-.
En parte creo que se debe a la educación individualista que nos dan. Los
colegios suelen ser espacios sin contexto; edificios de aislamiento y hacinamiento
en los que se simula un juego que muchos juegan hasta morir.
Y bien, esto no sería inadecuado si al menos nuestro “correcto hacer”
tuviera efectos positivos en el medio ambiente o en la cultura, pero como
siendo eso que debemos ser, o hemos debido ser, hemos dejado el planeta en las
condiciones que está, creo que es necesario y urgente recapacitar.
Al graduarme de la Universidad evidencié como la inmisericorde mayoría de mis compañeros se sentían bien sólo si
conseguían un trabajo. Mediante el trabajo sentían que podrían progresar,
avanzar, realizarse como personas. Bien, eso parece ser cierto. Pero, ¿de
verdad estaban haciendo algo? ¿De verdad estaban trabajando? Algunos realmente
padecían necesidades extremas y debían enfrentarse a condiciones de ligera
pobreza, pero no es a ellos a quienes cuestiono sino a todos aquellos quienes
se atreven a cerrar los ojos ante los problemas del mundo luego de haber
obtenido lo mejor de él: educación, hogares, viajes, saciedad, cultura… me refiero a esos
que como yo sólo quieren tener dinero para expandirse hacia todas las
direcciones que le indiquen su deseo, a esos egoístas que trabajan sin sentido de
vocación para ganar dinero fácilmente (porque sí, por más estresados que
aparentemos estar, es muy fácil) con el objetivo de gastar más y no regidos por
la ambición de hacer del mundo un mejor lugar. Aun así nos atrevemos a
cuestionar la existencia de Dios y nos burlamos de todas las creencias… ¡qué
vamos a ser capaces de percibir la esencial presencia de alguna deidad si ni
siquiera somos capaces de concebir el mundo sin dinero!
Lo más feo es que aceptamos que somos materialistas y lo decimos con
tanta altanería que no podemos sino seguir siendo esos niños que subían los
hombros ante el regaño. Dinero, mujeres, placer; viajes, aventuras, la novedad;
la letra capital, la mayúscula, el éxito; mi espacio, mi señora, mi vida; los
míos, lo propio, mi nevera; la fiesta, mi espacio, mis sueños; la comida, mi
comida, más queso y con queso extra; mi seguro de vida, mi otro carro, mi
finca; mi guayabo, mi psicólogo, mi abogado; mi dentista, el pago de la cuota
de mi tumba, mi barriga.
Colombia no existe; nosotros no somos capaces de ser todo lo que acá
podemos ser; no somos gente para habitar este territorio fértil. Lo único que
merecemos es irnos a otros lugares donde haya buenos bares, donde no roben y donde
se pueda disfrutar de un buen sistema de transporte público (es la idea máxima
que podemos hacernos de “una buena ciudad”); no merecemos vivir en esta tierra
de la que brota tanta energía.
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