Creo que fue Daniel Jiménez quien alguna vez me dijo que hay momentos en que uno pacta consigo mismo una vida entera (no siempre de manera consciente).
En noviembre de 2005, los últimos minutos que pasé en el claustro colegial, me prometí que de ese momento en adelante iba a permitirme disfrutar. Me prohibiría ser ejemplar. Sí: quería ser un bohemio, construir una vida imitando biografías de rockeros difuntos o disminuidos por el vicio (nada sano me llamaba la atención). Muchos de mis intereses dejaron de importarme: las matemáticas, la física, la química, el deporte: en ese momento cualquier eco Corazonista - de donde me gradué - me resultaba insoportable, indeseable. Quería huir de mi pasado.
Llegué a mi casa para enrollar y meter en una sola bolsa de basura todos mis diecisiete años. Prometí, en ese lugar, ese cuartico de Belén Rosales, que de ahora en adelante solo iba a parchar hasta alcanzar la fama. Escritura, música, danza: daba igual. Mi principal esperanza, mi deseo de vivir, era la lujuria. Nada más.
Las cosas funcionaron de otra forma; ¿cómo no?
Por ejemplo, no contaba con el impacto que tendría en mí el asco, y la literatura y la música no habían logrado constituirse como refugios, como hábitos - hábitat. Tampoco había contado con la asistencia terapéutica del análisis, para comprender el valor que tenía la idea de fama y de relaciones parasociales.
El caso es que durante los más recientes meses, empecé a ser consciente de esos minutos del 2005. Noté la profundidad de las decisiones, y ponderé su valor en mi vida. Decidí cortar con ciertas actitudes motivadas por ese sentimiento de huída, por esa sensación de haber pasado tanto tiempo en un lugar donde no logré encajar ni adaptarme. La conveniencia de la apatía grunge de boutique, la Wilde ironía, la fatal desconsideración etílico - gástrica del hair metal, la estéril autocompasión wertherian, la promiscuidad música ligera, habían sido eficientes métodos de adaptación y exploración, pero ya iban en contra de mi más reciente y sentido hallazgo: "soy una vida en vez de tener una". Fueron eficientes métodos que me conectaron con el mundo, con la vida misma, pero que ya empezaban a doparme, a restarme receptividad.
Decidí rehacer el pacto.
Al otro día una avioneta cayó en el edificio, en ese cuartico, de Belén Rosales.
Mi computador, donde tenía todos los cuentos, muchas grabaciones, tantísimas fotos y videos de todas mis épocas, amaneció dañado.
En mi trabajo, noté que me habían asignado menos horas.
Al mismo tiempo, nuevas ideas borbotean entre mis dedos y surgió la opción de un viaje - en varios sentidos.
El finde siguiente, acepté la invitación de ir a misa. "Cristo desacomoda": predicaron. Recordé a mis amigos, su elogio más bonito: "Vos nos hacés reír porque no repetís los chistes".
La tentación ya es otra: considerar a la Divinidad como una amistad que ansía reír a punta de los chistes nuevos que yo improvise, es decir, gozar con mis supersticiones.
¡Acción!
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Foto por Dayana Fortich Madera |
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