Vuelvo a ciertos episodios de
Duke Nukem, Doom y Age of Empires, y me estremezco. Estos, para mí, no fueron
meros videojuegos con los que me entretuve y que abandoné una vez superados los
obstáculos. No. Fueron mundos por los cuales divagué durante casi una década, y
por donde salí a caminar matando monstruos, presencias estridentes que me
dejaron de sorprender o asustar. Los jugué en todos los niveles de dificultad;
me dejé matar, y pasé mi injustificado tedio cometiendo absurdos dentro de
estas plataformas. Me sabía las claves de memoria; en las noches soñaba que
jugaba. Hoy, casi trece años después de la última vez que jugué alguno de estos
tres, me siento mal y evalúo por qué.
Tal vez sea debido a un ideal: en
este punto de mi vida quisiera haber tenido una niñez diferente. Haber actuado de un modo distinto. Pero en los
años más recientes mi comportamiento ha sido similar, lineal con respecto
aquellos tiempos: Facebook, Twitter, pornografía, Instagram, Musician'sFriend, BBC, ElColombiano, tonterías en YouTube... Por eso, no sería sensato “culparme” por no haber actuado de
un modo que aún hoy no soy capaz de adoptar. Sí: ahora me sentiría mejor
conmigo mismo si hubiera sido menos sedentario y más de salir a la calle; si en
vez de pasarme horas frente a la pantalla, hubiera seguido yendo a la Unidad
Deportiva de Belén a jugar basket con extraños y marihuaneros, tal y como lo
hice junto con mis primos y mi hermano hasta 1997. Sí: hubo épocas en que fui callejero,
inocente e indocumentado, pero son muy inferiores, tristemente inferiores, a la
cantidad de períodos en que me la pasé sumido en esa fantasía tenebrosa de
disparar a todo lo que se moviera, de caer de pie desde el piso décimo, de tirar bombas, de reventar grietas de la pared, de matar.
Me paseo ahora
por esos mundos y recuerdo que cuando jugaba, meditaba. Algunos pensamientos
vuelven: así siento de nuevo la televisión al fondo, el olor a comida, el
llamado de mi mamá. Sería injusto decir que pude o que debí haber sido distinto
si aún hoy no soy capaz de cambiar.
Pero, ¿para qué cambiar?
Profundizar en ese malestar, más
que satisfacción o paz, traerá respuestas: por ejemplo, ¿por qué todos los héroes y
personajes con los cuales de niño yo soñaba, eran jóvenes evasivos que vivían en
una van, dentro de un espeso bosque, sin televisión, ni teléfono, ni cuentas
por pagar; sin hijos, ni biblioteca, ni miedo; creyentes del diálogo que no querían ser héroes?
Sigo rumiando...
No hay comentarios:
Publicar un comentario