Si sé que estoy esperando en el lugar y en el momento adecuados, me
siento calmo y confiado. El tiempo mide lo que yo espero que mida; su peso es
el justo y necesario. Pero si por el contrario me encuentro esperando sin
alguna certeza, tal espera me es angustiante. La situación carece de medidas
que me permitan medirla.
Sé de esto en mí gracias a una experiencia en particular, que fue la
de esperar una ruta de bus en un paradero situado en una zona que no suelo
frecuentar. Alguien me había asegurado que por allí pasaban los buses que me
llevarían a mi destino; pero yo no
creía. Igual, obedeciendo, me paré allí, dispuesto, atento a cada detalle, desconfiado e
inusualmente expectante. El tiempo no midió para mí lo que suele medir. La
gente no lucía igual, los carros parecían ser más veloces y los árboles, siempre dueños
de una inocencia senil y ancestral, figuraron esta vez como meros testigos de una
avenida de indiferencia. Pensé que este tipo de espera se
experimenta en muchos otros momentos de la vida. No hablo solamente de una citadina espera
por un medio de transporte; me quisiera referir a una situación humana de espera
definida por el no saber "qué se viene" y por una incertidumbre que lleva a que
los días sean más largos y que el afán por alguna certeza sea cada vez mayor. ¿Cuántas
veces, y de cuántos modos, hemos querido estar en el paradero donde solemos
esperar?
Quizá por esta elucubración fue que, en ese momento, decidí irme caminando,
sin depender de aguardo alguno. Afortunadamente en ese instante, vi a la ruta
más o menos conocida acercándose, a esa gratificante ruta sucia más o menos hogareña y familiar que uso para vincularme a lo que siendo ajeno, también siento propio.
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