He comprendido que en Colombia a
los habitantes principalmente nos une como país la competencia, y todo lo que esta
incumbe, incluyendo el mitológico dúo “éxito-fracaso” y el simpático “triunfo-derrota”.
Nos unificamos para celebrar o para señalar quién ha sido el culpable que no
nos ha permitido celebrar. De tal manera, nos reunimos para competir, desde las
urnas de votación hasta las canchas de arena, desde una mesa de un bar hasta un
set de televisión, presentes siempre para imponer nuestro punto de vista, el
cual en no tantas ocasiones como se creería corresponde a uno conformado por
las nociones derivadas de la experiencia, sino que, en cambio, suele tratarse
de un sustituto del criterio personal que corresponde a lo que otro presentó
como aquello que se debía pensar, como aquello indicado, como aquello que es bueno.
O sea, en Colombia, como en muchas otras partes del mundo, abundan los entes
que a ciegas siguen. Sí, aún hoy, segunda década del siglo XXI, años azucarados
en los que estamos furiosos y tristes porque ya hemos entendido que nuestros
ídolos nos han abandonado, dejando descolgado su teléfono mientras del otro
lado de la línea nosotros continuábamos hablando con ternura y necesidad.
Somos un país de regiones y tales
regiones existen con mayor fuerza y cotidianidad que el mismo país. Que sea grande
y variado no significa que deba ser desintegrado. Pero lo es. No sé cuántos ni
quiénes pero supongo que no soy el único que en algún momento se ha llegado a
sentir ajeno a varias zonas del país. Excusas hay tantas como nuestra memoria
nos lo permita. A veces me pregunto qué le importo yo a un habitante de Mitú y
también, qué me importa o representa un habitante de Inírida. Y esto es
ignorar, habitar encerrado en el desconocimiento, ser dominado por éste y creo
que en todos los países existe ese grado de desinterés e indiferencia, pero en
mi caso cada vez son menos los lugares que me significan y atraen, y hablo por
mí y sólo por mí porque seguramente son mayoría quienes han decidido integrarse
a las dinámicas socio culturales de departamentos distintos a los que nacieron
y sienten pertenecer. Cada vez me siento más antioqueño pero menos colombiano,
y esto me resulta nauseabundo. Puedo ir y
conocer algunos lugares, sentirme bien contemplando el frescor perenne
de una reserva natural en el norte del país, puedo deleitarme recorriendo los
senderos que conforman los cafetales o la inmensidad de la jungla, y tomarme
cada tanto unos buenos rones enfriados por los delicados vientos que transitan
por las plazas de los pueblos de Boyacá, pero en el fondo, luego del efecto de
la sugestión, sé reconocer el ánimo de turista mediante el cual viví estas
experiencias, la identidad oscura y arrogante que me impide habitar el campo y
me obliga a situarme en la ciudad, en la farmacodependencia, en el transporte
público, en la burda intelectualidad con brillo de charol, en la manía de creer
que el mundo está hecho de calles y esquinas. Algo más debiera unirnos; no sé... se me ocurren fantasías como un sistema de salud eficaz, una filosofía de educación, un conocimiento íntegro de lo que nos representa nuestra riqueza medioambiental. Pero no, prima ese espíritu turista (tan egoísta e individualista como suele ser).
Sentirme citadino antes que
ciudadano es cruel y enigmático. El futuro es casi inexistente porque en las
ciudades se nos enseña que el futuro se tramita, se gestiona, se negocia, mientras
lo que nos ofrece una vista más amplia es que el futuro brota constantemente,
como una decisión, como un pensamiento, como una idea; lo señalan la física
cuántica, los Kogui, y lo enseña la contemplación de los procesos naturales en
el campo, y por favor no se crea que soy un amante del campo pues si bien
valoro “lo campestre” y las “zonas verdes”, la vida de granja y sus rutinas
exigen una tenacidad y una entrega que me resultan respetables pero indeseadas;
como dijo alguien a quien amo, “a mí me gustan los árboles; no la vida del
campo”.
Esta semana se ha hablado mucho
de la eliminación por parte de la Unión Europea de la visa Schengen para los
colombianos. Teniendo en cuenta todo lo anterior y dado que los citadinos no
ciudadanos, sin importar “la clase social”, nos sentimos viviendo un caos de
desigualdad y corrupción (que creemos no merecer) que contrasta con el
paradisíaco y bien infundado ideal que nos hemos construido de las principales
capitales europeas (que creemos merecer), está claro que sea como sea vamos a
querer ir allí para sentir que pertenecemos, para identificarnos, para que cada
uno de nuestros esfuerzos valgan. No es que queramos volvernos millonarios o
famosos, no; sólo queremos obtener lo que nos prometieron, confiar, volver
a creer en la Institución y en el Sistema. Quienes crecimos viendo tanta televisión,
tanto cine costoso de mal gusto, admirando con encantación xenófila a miles de
súper héroes y personajes –ficticios- de la farándula mundial antes que a los
hombres y mujeres del común con quienes compartimos nuestro día a día, ignorando
así el suave embrujo con el que la geografía colombiana ha matizado la colorida
mentalidad de quienes la habitan, quizá pertenezcamos más allá que acá, y tal vez
el premio y castigo sea ir allḠser glorificados
y esclavizados por nuestra incapacidad de leer el entorno y por nuestros prejuicios, y reconocer que crecimos con ganas de irnos sin ni siquiera saber en dónde nos
encontrábamos.
:P
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=SmB4yiWm-Kk
☼
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