jueves, 10 de noviembre de 2011

Medias nueve: un texto familiar.



Los primos de mi abuelo vinieron de Alemania a pasar una corta temporada, según lo tenían planeado, para crear relaciones comerciales e industriales. Eso fue aproximadamente, hace unos noventa años. Ninguno se regresó la fecha pensada; de hecho ninguno se fue de Colombia: todos se quedaron.
He preguntado por las razones de su permanente estadía: todos renunciaron a la herencia y concedieron sus tierras; se aislaron en los campos del eje cafetero. Notaron que en Colombia no aplicaba el modelo de vida europeo bajo el cual habían sido educados y sintieron una felicidad, que no puede dejar de serme exótica, cuando supieron de la exitosa cosecha de guayabas y manzanas entre noviembre y enero.
Reconocieron en los campesinos la falta de pretensiones y tan sólo ambiciones como formar una familia, tierra para cultivar, tres comidas diarias y quizá un tiple o una guitarra. Se dieron cuenta que la naturaleza alcahueteaba y daba permiso para la actividad intelectual; que el campo se podía sostener a sí mismo, que en las ciudades no estaba el futuro y que el cariño y la calma no brotaban entre los versos del himno belicista y adolorido que se anteponía al ángelus en las emisiones vespertinas de la naciente radio colombiana; aunque eso del “surco de dolores” y lo de “entre las cadenas gime” les pareció hostil, lo que más le aterró fue que llamasen “horrible” a la noche que siempre parecía ser bella y cálida en comparación con las vividas en Berlín.

También, en el campo descubrieron la explotación; se enteraron que para esa explotación fue que habían sido llamados: industriales de todo el mundo encontraban que los beneficios del trópico, como la abundancia y la variedad, derivados humanamente en la calma y en la hermosa lentitud de los organismos acariciados por la naturalidad de un buen vivir, resultaban AGRESIVAMENTE peligrosos para los intereses de los países comprometidos con el auge industrial. Notaron que algunos conocidos suyos, como John D. Rockefeller, luego de sufrir al ver cómo en algunas partes del mundo no eran elogiados ni respetados ni aclamados, se empeñaron en trabajar las mentes para culpabilizar la lentitud y lograr así que trabajaran para sus empresas y hacer de Colombia una factoría, bajo la ilusión de una riqueza económica que jamás será mayor si se le compara con la riqueza natural que cualquier colombiano podría encontrar en sus bosques.

El colmo que les ofendió y les hizo sentir sucios por compartir nacionalidad o “primer mundismo” con tales individuos, fue la aplicación de los términos “desarrollo” y “subdesarrollo”; ¡cómo podría hablarse de desarrollo sin mencionar los trueques comerciales, no monetarios, de las comunidades que les habían recibido sin prejuicios a pesar de saber que eran ellos tan europeos como quienes llenaron las ciudades de afán, estridencia, malicia y violencia!

Los primos de mi abuelo no usaron carro; no le encontraron necesidad personal y aunque validaron su invención, la masificación no les dejó de parecer ridícula y vanidosa. Vivieron felices escribiendo, leyendo y tomando tinto en las montañas; nadaron en ríos de colores, besaron rostros eternamente jóvenes: algunos se enamoraron y formaron hogares. Trabajaron en farmacias e investigaciones científicas pero jamás fueron tan envidiosos como para llegar a un país, desde sus cimientos ultrajado, y exigir velocidad a sus habitantes quienes en calma, con afecto, inteligencia y equilibrio podrían vivir mejor que en cualquiera de las ciudades teutonas, donde, en aquel entonces, ni la nieve de cien inviernos inclementes podría tapizar los muros manchados por la sangre anhelada por aquel que fingió carácter detrás de un ceño fruncido. Consideraron dañinos algunos excesos pero jamás se les hubiera ocurrido que un conflicto armado, que beneficia los intereses de dominio y control, pudiera excusarse en aquello que algunos irrespetuosos llamaron drogas y que ellos y los islámicos atinaron en llamar “delicadas sustancias espirituosas”: supieron de las leucémicas consecuencias de aquella nueva bebida, la CocaCola.

Renunciaron a toda imposición, a toda creencia; cuando dejaron de creer en Dios, lo sintieron. No impusieron necesidades y superaron sus miedos. Siempre confesaron que el mayor temor de los emprendedores industriales y comerciales, es el pensamiento. No le temen a un país ni a la guerra: le temen a la conciencia individual.

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