De haber nacido en alguna década pasada, no sé si mi pensamiento habría sido menos reflexivo. Hoy me abruma la inevitable culpa que siento por la fiebre del planeta, por las razas extintas que facturó el progreso de la cultura occidental, que encuentra en Dante y su Divina Comedia las mentiras poéticas que se fundaron en nosotros como mitos y, luego, como las verdades capitales del supuesto “mejor camino”. No soy capaz de hacer nada, no siento que deba ni pueda actuar; renunciar es el resultado de la culpa; decidir es escapar. Ahora, en esta época, nadie tiene el derecho de pensar de modo liviano. Por ejemplo, me obsesiona la inconsciencia evidente de los músicos que aún pretenden grandes e iluminados escenarios donde representar el mensaje que les ha servido para excusar la vanidad; sus intenciones no son culpables pero poco conocen su psiquis individual y actúan por inercia, sin entender. Por tal sus palabras, sus ritmos, sus propuestas, contaminan. La actualidad huele a corto circuito y la peor maldad es el mal hábito de no pensar.
Leer gente que piensa es refrescante
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