Foto por David Kurtiz.
En diciembre escribí una canción llamada "Sin dólares en Medellín". Surgió, como siempre, mientras fantaseaba. La escucho y noto la ironía: en esta etapa de mi vida, caracterizada por mi renovada intención de asentarme en Medellín, más que en otras esferas (como la familia, por ejemplo), me imaginé cómo serían los escenarios de una eventual partida, del desplazamiento, del desarraigo. No sin cierto ánimo nadaísta, sentí - involuntariamente - a la ciudad como una mujer, como una ex pareja. Urdí la imaginaria ira, la sentida narración. Pero rumiar aclara los sabores: de irme, puede que salga, que me vaya hablando mal de ella (no son pocas las personas que han quedado enojadas conmigo por, simplemente, no haber querido darles lo que de mí, sin razón alguna, esperaban), pero no persistiría mucho tiempo ni en las diatribas ni en la queja. No voy a hablar mal de mi ex, no hay que hacerlo, pensé y ya así lo canto. Sumado a este juego hay otro elemento, un término que se hace presente pero desde su ausencia: en ningún momento hablo de Medellín como valle, porque lo que quiero narrar es la ciudad desconectada de su natural geografía; es decir, cuando como sociedad volvamos a ser más valle, más montaña, más cuenca de río, que dinámica urbana, que paila caliente, tomaremos mayor perspectiva y le habremos dado contornos humanizantes al capitalismo. Por el momento, somos un hervidero del comercio.
Y no es el río el que va en contravía.
No es el río al que hay que canalizar.